No
hace falta ser un erudito en ciencia política para apreciar que el Poder lo
quiere todo para sí y que, incluso otorgado, y no obtenido por la fuerza,
termina siempre siendo detentado. No se aviene de buen grado el Poder a ser
dividido, menoscabado, disminuido o compartido. El Poder es absoluto o no es Poder.
De
esta palmaria verdad ya se percataron los hombres desde antiguo, y por ello, en
numerosas civilizaciones, se inventaron sistemas de organización social para mitigar
los efectos perversos del ejercicio del poder. En el Siglo de las Luces,
Montesquieu estableció la división canónica de los poderes del estado y, desde
entonces, mal que bien, las modernas democracias han ido ajustando sus azarosas
pervivencias al esquema propuesto por el ilustrado francés; pero a nadie se le
escapa que entre el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, las
interferencias, conexiones o dependencias han sido y son moneda corriente, aquí
y en cualquier otra latitud del globo. Cierto es que hay países donde el
pasteleo es práctica habitual y no se
disimula, y otros donde los cambalaches
se hacen de forma más sutil y sibilina, pero la tendencia original del poder,
su aspiración al absoluto, permanece siempre.
Andamos
ahora (una vez más) en este país nuestro tontamente escandalizados por
las intolerables intromisiones políticas en el campo vedado del poder judicial,
cuando es bien patente que tales prácticas han sido habituales desde que se
inauguró la democracia. Nos escandalizamos porque las fricciones entre esos
poderes se nos dan a conocer por los medios de comunicación (el cuarto poder,
como está generalmente admitido) que,
según su propia ideología o sus intereses, nos machacan con las interferencias
entre poderes que les repugnan o nos hurtan deliberadamente otras en las que el
desafuero les resulta tolerable o incluso necesario. Tradicionalmente, los
medios conformaban la Opinión Pública,
o, por mejor decirlo, las opiniones públicas, pero ahora deben competir con un nuevo poder, más
complejo e incontrolable aún: la red, internet.
Con
tantas clases de poder pugnando por el Poder, no debe extrañarnos la sensación
de inseguridad y desgobierno que se observa por doquier. Es caldo de cultivo
ideal para que florezcan los totalitarismos,
en especial el fascismo, defensor acérrimo del orden, la jerarquía y la
simplificación. Contra este peligro, más que inminente ya declarado e instalado
en numerosas áreas sociales y políticas, advierten muchos analistas cuyas reflexiones se difunden en
prensa, radio, televisión e internet, pero que, paradójicamente, no terminan de
convencer sino a los ya previamente convencidos. Se debe ello a que los medios
desde los que expanden sus análisis no llegan más que a sus adeptos (adictos
muchas veces), mientras que una porción no menor de ciudadanos alimentan (y
hasta ceban) su opinión en otros comederos desde lo que se expande son bulos o mentiras groseras.
En
la siempre prestigiada democracia USA
hemos podido ver en estos cuatro últimos años un rifirrafe entre poderes cuya
coda final ha sido el espectáculo entre agónico y grotesco ofrecido por el
poderoso payaso Donal Trump (aún no concluido) y el sistema antediluviano de
recuento de votos, favorecedor, al parecer, de lo que en las democracias más
débiles o menos desarrolladas se conoce comúnmente como pucherazo. Las
injerencias del presidente en otras áreas de poder a él vetadas, como la prensa
o la justicia, han sido constantes durante todo su mandato. Para sí reclamaba
él, sin despeinarse, el poder absoluto en el más poderoso país de la Tierra. De
ahí que entre sus detractores, haya sido tildado a menudo de fascista y
totalitario. Su pataleo final, tras perder (aunque ganando en votos; un hecho
de lo más preocupante) parece confirmar que todo intento de hacerse con el
poder total está condenado al fracaso, siempre que los mecanismos democráticos no estén absolutamente escacharrados. Además,
claro está, de que hay otros poderes luchando por el mismo objetivo y no
permitirán que en su plato entre cuchara ajena.
De
todas formas, en estas irrelevantes reflexiones sobre el Poder, se nos ha
quedado en el tintero la referencia al que resulta ser el genuino Poder
absoluto: el Capital. El dinero. Nuestro Quevedo lo expresó magistralmente hace
más de cuatro siglos, y hoy lo proclama con ostentación quien ya le ha
arrebatado el trono a los EEUU: China. Ahí reside hoy el absoluto poder.